Bob Dylan, Premio Nobel del Pueblo

No sé si su autor estaba pensando –o practicándolo– en el discutible arte de meterse polvo blanco por la nariz, o bien el de chutarse –es muy probable que simplemente se tratara de los porritos–, cuando escribió Mr. Tambourine Man, una de las mejores alegorías sobre la droga que se han escrito en el mundo de la música, y más allá. Y de ese más allá precisamente va el tema.

No han pasado ni setenta y dos horas desde que unas personas decidieran condecorar a otra y en ese lapso de tiempo las feroces garras de los que se autoerigen como defensores de la cultura se han afilado más que nunca para despellejarlos a aquéllos y al premiado. Esto suena brutalmente cainita –de hecho, lo es– incluso si se obvia el hecho de que Bob Dylan siempre ha sido generador de tanta polémica como los propios Premios Nobel.

A mí, qué queréis que os diga… Los Nobel en sí, me parecen una pantomima. Es más la relevancia mediática que se les da que su importancia real. Son premios totalmente desprestigiados por sí mismos, otorgados según un criterio la mayor parte de las veces de oportunidad política –no hay que olvidar que Obama y Al Gore tienen uno–. Sí, no voy a negar que el de Dylan también tenga que ver algo con eso.

Ahora bien, dicho esto, lo que no puedo soportar y me corroe las tripas es la encarnizada cruzada que han iniciado los supuestos eruditos de este mundo contra la concesión del galardón.

Así que he decidido defender el premio de Dylan. Me pongo en este bando, puesto que parece que el tema es extremo y no permite medias tintas ¡Ni que los intelectuales estadounidenses se hubieran vuelto españoles!

Que Bob Dylan no es un reputado literario, ni ha escrito durante su carrera de forma sesuda grandes obras que inviten a la reflexión compleja y sustancial sobre los grandes problemas del mundo, está claro. Ello no es óbice para negarle su calidad como escritor de versos y contador de historias usando el lirismo.

El reconocimiento a Bob Dylan hay que entenderlo como una forma de elevar a los altares del mundo de la intelectualidad elitista y política a un portavoz del pueblo, a un trovador que ha cantado para todo bicho viviente y cuyas letras, por mucha riqueza lingüística que atesoren, son comprensibles para todo el mundo. Tienen capacidad para emocionar igualmente a un humilde indigente de los suburbios de Los Ángeles y a un catedrático de Filología.

Claro está que el primer Bob Dylan, el de The Freeweelin´ Bob Dylan y The Times They Are A-Changing, era mucho más cercano y entroncaba más con los sentimientos de la colectividad –el texto de Blowin in the Wind es plenamente vigente en el mundo de hoy–. Luego, se volvió más críptico, aunque nunca barroco, más metafórico y seguramente más genial –así lo reconoció la crítica–, pero no creo que dejase nunca de ser accesible.

Tengo que confesar que yo soy más de aquél, del working class hero, idolatrado incluso por mi admiradísimo y querido John Lennon, que para mí es el verdadero héroe del pueblo y de la clase trabajadora, por mucho que Dylan tenga la vitola de portavoz generacional y líder del movimiento contracultural, etiqueta que él tanto llegó a detestar.

Ojalá le hubiesen dado un Nobel a John, pero admitamos que el referente de todos aquellos genios de la música popular es Bob Dylan, así que bienvenido sea su premio. No porque vaya a cambiar nada el concepto que el planeta tiene del cantautor de Minnesota, sino porque se trata de un título simbólico, una especie de otorgamiento oficial a su figura y a lo que representa.

Eso es lo que a mí me sitúa en el lado dylaniano –aunque no sé si el propio Dylan, tan poco amigo del mainstream y los focos, será dylaniano en este tema, aún no le hemos escuchado– de la polémica. Me parece un premio con el que todos nos podemos sentir en parte identificados, una especie de logro compartido.

Si existiese un Premio Nobel de la Música, no habría hecho falta esto, pero dado que no es así, porque seguramente la Academia Sueca, como tantas otras instituciones de pedantes  e intelectualoides reprimidos, consideran un arte y un saber inferior a la música popular, al rock, al pop, al folk, al blues y al country –géneros todos ellos cultivados por Dylan con maestría–, el Nobel de Literatura es lo más aproximado.

En cierta medida, me estoy tirando piedras contra mi propio tejado, pues yo soy escritor y modestamente considero que no se me da mal. No me dedico a la literatura menos que aquellos que se han lanzado en tromba a criticar a Dylan, aunque yo no tenga una trayectoria profesional tan extensa –principalmente, porque hasta ahora no puedo vivir de ello–, ni tenga millones de lectores, ni reconocimiento de los analistas, y no me conozcan ni en mi propia casa –en parte, esto es literal.

Yo también pretendo que mi próxima novela sea un acontecimiento literario, y ojalá lo sea, pero probablemente nunca optaré a un Nobel, y posiblemente ni siquiera a un premio literario local de poca entidad. Pero eso no me generará ese sentimiento insano de frustración con el que se trata de desprestigiar la obra de una persona, que durante casi sesenta años ha cultivado con excelencia el género literario –para mí, lo es, aunque sea menor y esté denostado– de la canción de autor.

Por eso, no puedo sentirme identificado con aquellos que han desatado su cólera de las formas más variopintas vía Twitter, el hogar on-line del debate irrespetuoso, por mucho que se dediquen a lo mismo que yo.

Algunos han utilizado sarcasmos de lo más torticeros y demagogos, como la escritora Jodi Picoult, quien aseguró que tal vez a ella le corresponda ganar un Grammy, o el también escritor y periodista Gary Stheingart, quien ironizó con el hecho de que leer libros es duro y que por eso entendía al Comité. Por no hablar de la tontería que soltó el autor de thrillers Jason Pinter, afirmando que Stephen King debería ser elegido para engrosar el Salón de la Fama del Rock´n Roll. No he leído a Pinter, pero sí muchos thrillers en mi vida, y algunos son de una calidad literaria bastante inferior a las letras de Bob Dylan.

Unas letras que tienen además el don de reflejar una gran variedad de situaciones y ofrecer un abanico muy amplio para la interpretación de su significado, por su calculada ambigüedad. Tal vez los políticos españoles podrían dedicarse a sí mismos algunas de ellas. Por ejemplo, a Iglesias y a Errejón les pega muchísimo Tangled Up In Blue, a Pedro Sánchez le viene que ni pintada Things have changed, mientras que a los independentistas catalanes y a los nacionalistas españoles les podría retratar muy bien Don´t Think Twice It´s All Right.

Me gustaría haber encontrado alguna para Rajoy, pero  es tan soso y aburrido que ni siquiera tiene cabida en las canciones de Dylan. Pero a Cristóbal Montoro me le imagino como el protagonistas de Ballad Of a Thin Man. Es mi interpretación, claro está, porque Dylan dijo una vez que el tal Mr. Jones era un chapero…

Bromas aparte, para todos, sobre todo a los que desvalorizan su aporte literario a la sociedad, les recomiendo  escuchar ciento y mil veces la maravillosa The Times They Are A-Changing, mi canción preferida de Dylan (“vamos, escritores y críticos, que profetizáis con vuestras plumas, mantened los ojos abiertos, la oportunidad no se repetirá. Y no habléis demasiado pronto, porque la ruleta todavía está girando. Y nadie puede decir quién es el designado. Porque el ahora perdedor será el que gane después…”).

Sí, una de las más sencillas, de las que menos riqueza lírica tiene. Bella, intensa y directa al corazón. Como debería ser la buena literatura. Porque los tiempos están cambiando…

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