De padre a hija

Enfrentarse al mañana. Levantarse cuando llega el lucero.

Toca hacerlo aunque no se quiera. A pesar de que en más de una ocasión cualquiera mandaríamos todo a hacer footing con un cohete metido entre las nalgas.

La vida es tremendamente injusta. Asumirlo está bien, porque hace las cosas menos horribles, más llevaderas. Cierto es que elimina la felicidad del optimista y su consiguiente tristeza placentera, pero también el sufrimiento del indignado.

Algún día tal vez incluso yo lo consiga. Ese día viviré menos aún de lo que ya de por sí lo hago (entiéndase esto sin dramatismo y con cierto toque de sarcasmo sin una pizca de sentido del humor).

Por lo menos, dejé de planear el mañana con vistas a reconstruir el ayer. Sigo sin ver futuro, pero lucho por observar de nuevo el horizonte llano salpicado de pequeños cerros de nuestra tierra. Es un paso que debes dar, morenita.

Os contaré algo. Esgrimiré una teoría bastante tediosa, pero creo que certera, sobre un punto en concreto. Es un artificio para tratar de hilar esta entrada mal planificada desde el principio y escrita a retazos de improvisación. Como mi mañana.

Espero que el tuyo sea diferente. Hay que levantarse, morenita. Ya llega el lucero. No te queda otra. Sé que lo sabes. También sé que hay una losa que te bloquea el pecho y que únicamente te deja respirar a través de unos orificios horadados a mordiscos y por los que apenas pasa el aire.

Espero no asfixiarte aún más con esta dogmática y soporífera conjetura:

Parte de la premisa de que las relaciones de los padres con sus hijos suelen tener un punto de controversia en la sociedad patriarcal en la que muchos de nosotros hemos nacido y crecido. El vínculo con la madre habitualmente es más sencillo e incondicional. Aún arrastra ese lastre católico de la idealización de la Virgen y demás paparruchas sacrosantas. Pero obviamente también resulta definitivo el recuerdo residual de que fue ella quién amamantó a los cachorros y habitualmente también la que los crió durante su pubertad.

Raro es el hombre o la mujer que no siente devoción por su progenitora, independientemente de que se entienda mejor o peor con ella. Incluso en familias más acordes con el modelo actual, en el que se tiende más a una equiparación de los roles respecto al cuidado y educación de los hijos, el concepto de madre resulta especial. Tiene un aura particular, una potencia innegable. Lógicamente el padre también la posee, pero es susceptible de que en el algún momento se desgaste la fuente de alimentación que nutre el lazo paterno-filial.

Muy inconscientemente (o no tanto) casi todo el mundo retiene dentro de sí la emoción de que su madre fue la verdaderamente esencial en su proceso de formación tanto físico como psicológico y el padre fue sólo imprescindible en el momento gestatorio. Después siguió siendo necesario, pero más como un agregado o complemento que dio lustre al producto que como un auténtico motor o guía de ese proceso de manufacturación que configura al individuo.

Coincido con esta teoría, de ahí que la haya expuesto como parte posterior a la introducción mal planeada. Es tan aburrida como elocuente, y las teclas se me están volviendo tan ásperas como los dedos a medida que las machaco para llenar líneas de contenido amorfo y sin alma. Tengo bastante claro que el noventa por ciento o más de los que me leen han asentido casi sin darse cuenta, al tiempo que emitían algún que otro bostezo.

Sin embargo, yo he visto cosas que ninguno de vosotros creerías. Vínculos entre un padre y una hija que traspasan el significado de cualquier palabra que pueda yo aquí trasponer. He presenciado lágrimas de un sufrimiento tan tierno como angustioso, emitidos por unos ojos llenos de incomprensión, rabia y, sobre todo, miedo. He contemplado un corazón roto por un dolor como no recuerdo haber percibido jamás.

Si cualquier pérdida arrastra de por sí vacío y desesperación, esta era la madre, o mejor dicho, el padre de todas las pérdidas. La soledad nunca tuvo un emblema tan cruento y encarnado como en aquel espíritu que yo recordaba vigoroso y enérgico y que ahora se asemejaba a un ánima errabunda que deambulaba sin sentido por la tierra.

Su representación heráldica carece ahora de columnas sustentadoras, la corona es de espinas, su centro arde en llamas de un incendio que no consumió del todo su ciudad, en sus castillos de arena destacan almenas carcomidas por el deterioro y su lema se asemeja a un epitafio.

Vagas identificada con la devastación sufrida por tu propia tierra, a la que tanto amas y que tanto te enseñó él a amar. Pero recuerda que, aunque no se haya vuelto a levantar desde entonces, tú sí puedes hacerlo. Tienes que levantarte, morenita.

La fractura fue tremenda, el desgarro mayúsculo. El pilar de su mundo se había derribado y montones de escombros deleznables querían cernirse sobre aquella muchacha demasiado joven para sufrir la muerte de su padre y demasiado mayor para permitirse llorarla durante todo el tiempo que se merecía. Pese a ello, yo no podía dejar de ver en ella el llanto de una niña que había visto como su mundo se derrumbaba mucho antes de la hora pactada en sus sueños y bastante más tarde del momento en el que el edificio había comenzado a no soportar la carga. Eso es lo malo de todas las ruinas, crueles por definición, que se ensañan con el que ya tiene los cimientos debilitados y lleva meses, años a veces, tratando de compensar lo máximo posible.

Pero yo he escuchado cosas que ni uno solo de los que me estáis leyendo creeréis. Dos sacramentos, vestidos uno de fiesta y otro de responso. Ninguno vi, pero estuve y escuché. Un padre que acudía como convidado de piedra entre la resignación desecha por una equivocación que fue la madre de las equivocaciones y le condenó al ostracismo de sus hijos. Él ya no podía decirle cantando a su imaginaria morenita que se levantara.

Fue entonces cuando escuché a través de mi sexto sentido casi moribundo, escéptico como los leones que van de cacería, sin el fanatismo de las ratas que van en procesión, una voz que le decía a su niña que a partir de entonces serían una sola. Que su miedo anterior y actual no era más que un escudo mal planificado que en realidad no la protegía. Ahora juntos por fin construirían una auténtica defensa personalizada que salvaguardaría al castillo de su decadencia. “Ese chico te quiere, hija, ve con él”. Planearían un futuro firme, sin grietas. Para que su patria, ahora en su corazón, volviera a su esplendor entre las llamas de la pesadilla infernal. Por eso le pidió que, en el desasosiego tras su desaparición terrena cantase con ese chico todo lo que aquel otro padre no pudo cantar en la fiesta.

“Cuando llegue de nuevo San Blas, fíjate en las cigüeñas. Yo volveré con ellas”.

Ya llega el lucero de la mañana. Levántate, morenita.

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