Las vacaciones del corazón

Parecía que nunca llegarían, pero por fin han aparecido en mitad de una ola de calor prepúber que no consiguió provocar sequía de sueños adolescentes.

Es viernes de fuego. Por última vez en muchos meses se llevan a cabo las rutinas académicas. El conserje del colegio, hastiado de ver ese reguero de nervios enanos, gritones y olorosos, suspira de alivio a las ocho y media de la mañana. No tendrá que ver ese desfile invasivo y legañoso hasta septiembre. Y sin embargo, sabe que cuando llegue el próximo lunes a esa misma hora se le comprimirá el corazón en un nosabequé de tristeza isquémica.

Es el día de la gran cruz en el calendario escolar y el director del CEIP se apresura a organizar los aspectos generales del desorganizado festival que ocupará casi toda la mañana. Los profesores ultiman los detalles con los improvisados bailarines, cantantes y actores de la jornada.

Y al tiempo que sucede eso, yo, extraescolar docente de mentirijillas, escritor denostado por el sistema, surjo de la nada para sorprenderles y soy padre a tiempo parcial una vez más antes de refugiarme nuevamente en las sombras del estío. En el lugar de siempre, el cuerdo de mis locos bajitos, trocando por la aurora al sol de media tarde con el que ellos me llevan iluminando desde su temprano amanecer.

Hoy la única clase se mostrará tras el telón y la tabla de multiplicar será la del escenario. La lección que los maestros impartirán no será otra que la de gestionar las emociones y embridar la impaciencia.

Será la última enseñanza que les den antes de que cambien de grupo o se vayan al instituto. Algunos de los proyectos de chicos y chicas se deshacen en lágrimas a la hora del último recreo en el que ha sido su colegio desde que nacieron. Es el momento de los diplomas y la despedida. No son conscientes de que han dado el último recital de su etapa infantil este día, aunque volverán a él repetidamente cuando las arrugas de su cara creen el mito de estos años que se acaban de ir.

Y mientras tanto, yo, pobre artista de pacotilla, rockero frustrado de la Meseta, toco algunas tonadillas anglosajonas más una de paz y me convierto otra vez en el representante de la pachanga emocional a la hora del almuerzo. En el plano de siempre, a contraluz, con el sol de mediodía que refleja mis pupilas y deslumbra la visión de esos rostros que quizá no volveré a ver.

En otro lugar, los de cuarto de la ESO de los centros que no imparten Bachillerato reprimen las mismas lágrimas.  Otros sólo se dicen hasta luego. Muchos combaten en una encarnizada batalla con armas de agua. Todos se preparan para atestar los sitios de comida rápida de esta ciudad polucionada.

Y en ese momento, yo, torpe deportista de orgullo, escolta eterno del Centro Cultural, intento desafiar al cemento y me transformo una vez más en el jugador de las pachangas solitarias a la hora de la salida. Desde el sitio de siempre, el lado derecho de la cancha, huyendo del sol voraz de antes de comer y del edificio que me vio crecer, para poder hacer mis crossovers de postureo y meterle triples al tiempo.

Ya hay asueto estudiantil en la urbe de la que aún no partieron los Erasmus, los Séneca ni los autóctonos que hicieron la EBAU antes conocida con el nombre de Selectividad. Todos se dirigen en procesión al Pisuerga, como remeros de secano, bajo la última luz natural del día más largo, cargados con vidrio y plástico que tardará en degradarse más que sus recuerdos de esta noche inolvidable.

Y en ese instante, yo, solitario paseante de banda sonora, alma de suela gastada, me tapo los oídos con Green Day y me torno por enésima vez cronista silencioso del calentamiento urbano. En las calles de siempre, de poeta y astros, rogando al sol del ocaso que tarde un poco más en extinguir el sueño y me despierte cuando septiembre haya acabado.

El ritual de los deseos y las esperanzas, de los amores de verano frente a las llamas, se cumple un año más. Algunos los lanzan con gifs y otros con papelitos vintage, pero todos quieren hacerse el mejor selfie para su perfil de Instagram. Tal vez los derramen en algún momento de la fiesta de esta noche, entre los cachis, el calor de la hoguera y la sesión de alguna DJ Marta postiza. Más allá de la arena y sus surcos, la tenue corriente del río les llevará a cruzar por inercia el Puente Mayor hacia la orilla del curso que vendrá cuando pase una eternidad.

Y entretanto, yo, madurito fiestero con polivalencia, animador de feria resultón, me canto algo lujurioso y mudo de piel en un streaming épico frente a un edificio de ilusiones que se va reduciendo poco a poco a simples brasas. En la playa de siempre, buscando en vano a la luna y las estrellas, sustituidas por focos, flashes y sirenas castellanas bailando despacito.

La retirada se produce de forma escalonada en una madrugada que es la primera de muchas que vendrán en costas de verdad, laderas de montañas, peñas de pueblos, escuchando falacias en el televisor o construyendo mundos virtuales en tablets, smartphones y consolas. Mejor, súbeme la radio, aunque esa no sea mi canción. Pero tú me dices que todavía escuchas la música mientras intentas estudiar en tu habitación ciencias que nunca son exactas. Ni en vacaciones llueve a gusto de todos, niña.

Y antes de claudicar, yo, falso aventurero urbanita, superviviente de sequías estivales, me encuentro inesperadamente con un pasado de exotismo húmedo y retorno al diletante de novelista con aroma a curry y a crisis. En la ribera de siempre, la del Cuadro decadente, con la memoria como único testigo, hago un último ejercicio de voyerismo y me juego una hostia.

De muy lejos, mientras los últimos tragos de whisky se escapan de mi vaso reciclable, me llegan unos versos a La Fuga en los que el corazón me pide vacaciones.

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